miércoles, 15 de marzo de 2017

Retiro de Cuaresma 2017 – Buenafuente del Sistal

Cuántas veces Dios nos sacude con cariño para desinstalarnos. A veces se vale de un Retiro para sacarnos a la intemperie. Y además, en pleno retiro, decide ponerle un velo a la primavera para que no nos acomodemos: baja diez grados la temperatura, y cambia los primeros trinos y los brotes incipientes, por ráfagas de lluvia salpicadas de copos de nieve.

Hasta Buenafuente del Sistal nos empujó esta vez esa fe que nos sostiene, y que tantas veces mantiene un pulso con nosotros. Y es que en esa tensión transcurre la vida de quien decide acudir al Señor. Nadie nos traza un mapa, nadie nos protege de la adversidad. Pero en el camino siempre hay respuestas, rincones confortables y compañeros de viaje. Y también una mochila cargada de nuevas preguntas.

Comenzó el retiro con una vuelta a los orígenes (Mc 1, 14-20). Éramos un puñado de pescadores "enredados en sus redes". Algunos faenando solitarios en sus barcas. Otros en grupos de dos, de tres, en cada embarcación; acaso buscando el calor o el valor de la compañía. Pasó el Señor como pasa siempre, con sigilo y ternura… y cada uno dio una respuesta a su llamada.

El sábado nos planteó la pregunta decisiva: "¿Quién decís que soy yo?" (Mc 8, 27-38) Y examinamos lo desvirtuada o lo clara que tenemos su imagen. Y descubrimos con cierto asombro que es en la oración, en ese diálogo-confrontación, donde intuimos tanto al Señor, como a nosotros mismos.

Con la certeza de que en el íntimo diálogo siempre nos encontraremos con Él, subimos al Tabor (Mc 9, 1-13). Y allí hallamos mayor consuelo. Jesús se transfiguró y todos quisimos construirle una tienda. Un lugar donde estar siempre con Él, donde ver ese rostro luminoso que tantas veces se escabulle, para no tener que seguir preguntándole quién es, al que anda sobre la nieve. Y nos transformamos en vidrieras habitadas por la luz de Dios. Y vimos qué fragmentos del cristal están más dañados por el tiempo, arañados por las ramas de los árboles, sucios de polvo y lluvia. Conscientes de que siempre hay reparación para los vidrios deteriorados.

Decididos a dejarnos transparentar, cada día más, por la fuerza del Señor, bajamos del monte… y allí nos encontramos con el necesitado. Y rogamos al Maestro que aumente nuestra fe para poder servir al prójimo (Mc 9, 14-29).

Y unos pequeños y observadores ojos negros nos estuvieron interrogando en cada comida. Mirándonos uno a uno desde su inocencia. Enfrentándonos a esa primera sonrisa con la que los niños nos saben ganar. Acaso el Señor nos puso los ojos de una niña para enseñarnos cómo debemos mirarle a Él: con ilusión y sorpresa, con intriga y ganas de dejarnos conquistar.

Como siempre, nuestro agradecimiento a Raúl y a Gaspar, sacerdotes que tan bien saben pastorearnos y ayudarnos a saltar lindes, a sortear rocas, a vadear ríos y corrientes… a crecer, en fin, en la fe.


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