Un
fin de semana en San Pedro de Cardeña es a la vez sumergirse en un
cuadro de Zurbarán y deslizarse por un reloj de arena. La delicadeza
de un monje joven guiando al anciano por los desangelados corredores,
la salve a la Virgen que nos arropa con su manto en Completas, la
cadencia de la música enredada en las plegarias y la buena mesa, por
qué no, y la sana conversación.
También
es, no hay que olvidarlo, convivir con la historia y la leyenda. El
relincho de Babieca, el llanto de la mujer y las hijas del Cid
mientas escuchan los cascos de los caballos que parten hacia el
destierro. El metal de las lanzas que entrechocan, alguna esquila, la
omnipresente campana.
Pero
hay más, y es lo que realmente importa. La bienvenida del salmo que
habla al corazón. Que nos asegura, por experiencia propia, que de
Dios nadie se esconde. Que nos mira, nos mima, nos ama. Que aunque
caminemos por el filo de la aurora, Él pone a cada lado una mano
para que ni nos caigamos a las tinieblas de la noche, ni nos
deslumbre el sol del amanecer.
Y
un personaje antiguo y nuevo que se cuela en nuestra sala de
reuniones. Ya no somos doce. Alguien ha venido a sumarse desde una
Biblia escrita en caracteres árabes y custodiada por una cruz copta.
Es Jonás. El que emprende el camino contrario a Dios, el que paga
por la huida, el que duerme en la panza del barco y más tarde en la
de la ballena. Jonás confundido, atontando, cubierto por la arena de
la playa donde lo vomita la ballena, pero con una misión clara,
valiente, arriesgada. Y va a Nínive y allí la primera sorpresa: el
pueblo opresor que escucha al pequeño extranjero, al enemigo. Y lo
descubren portador de un mensaje de Dios. Un plazo (nuestro plazo
para la conversión, que apremia), unos propósitos. La solidaridad
de un pueblo concretada en la conciencia colectiva de que las faltas
de uno tienen consecuencias en la vida del otro, y en la Creación
misma.
La
segunda sorpresa: Jonás descubre la mirada misericordiosa de Dios
sobre el pueblo que es su enemigo. La rabia se le pega a las vísceras
y prefiere la muerte a asumir que la clemencia de Dios acaricia al
que se convierte. Un Dios que es amor, que da una segunda
oportunidad, una tercera, y así hasta ese margen de la aurora.
Jonás
que teje una choza de rencor y reproches. El ricino que Dios hace
crecer y que al poco tiempo hace marchitar como un padre que
reprende, que educa, que corrige con cariño al niño cegado por el
capricho.
La
pregunta abierta que nos lleva al hermano mayor de la parábola del
hijo pródigo. Y esa certeza, la que llevamos en el corazón desde el
Bautismo: que Dios nos tiene paciencia, que nos espera y nos hace una
fiesta cada vez que regresamos a su mesa.
El
portón del capó se cierra. Tintinean las botellas de cerveza como
las espuelas del Cid que pone al galope a Babieca. Los marineros del
barco de Jonás brindan en la cubierta. Doce compañeros se despiden
satisfechos por tanto bien compartido. Se emplazan para otras
ocasiones, sienten la pena de la despedida, pero parten contentos.
En
el retrovisor la choza de Jonás abandonada y un monje que da la
vuelta al reloj de arena.
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